Por Tolerancio
La bola entró… pero no es
un lance de un partido de tenis entre John McEnroe y Jimmy Connors. Aquí la
bola es una denuncia. Y la cancha, el despacho de un “caporal” (persona que
guía y manda un grupo de gente) de los Mossos d’ Esquadra. Sube a la red el
ciudadano Manolo Aguilella y le atiza al agente una dejada blanda, “liftada”,
de ésas a las que no llega nunca el rival.
Si uno ve el tráiler de la película de reciente estreno “Superlópez”, oirá
decir a uno de los personajes que “los superhéroes no son españoles, sino
americanos”. Pero héroes cívicos, no queda otra, son producto local. Podríamos
dar una larga lista que encabezarían, por ejemplo, Regina Otaola, Maite Pagaza
o Ana Moreno, la corajuda madre de Balaguer. Manuel Aguilella entra de lleno en
la categoría: uno de esos purulentos diviesos en el trasero que le ha salido al
nacionalismo en el ejercicio de su cansina e hiperlatosa tiranía de ritmo
sostenido y constante.
Nuestro protagonista salía del enésimo juicio promovido por su sindicato
(SiPCte), relacionado con las innumerables trapisondas que perpetra la
Dirección Territorial de Correos y Telégrafos contra sus trabajadores, lo mismo
funcionarios a extinguir que laborales, y al sintonizar la radio asistió a uno
de los brillantísimos parlamentos del refinado orador Gabriel Rufián,
representante, no es una coña marinera, de la soberanía nacional. El diputado,
ni corto ni perezoso (no sabemos si es más lo uno que lo otro), aireó nada más
y nada menos que la comisión de un secuestro: el sufrido por dos amigos suyos
llamados Jordi Cuixart y Jordi Sánchez. Con los secuestradores anduvo más impreciso
y aludió a unos señores togados y a otros cómodamente aposentados en un escaño.
No señaló el lugar del crimen, pero sí la fecha exacta: se cumplía un año de la
horripilante tragedia.
Al momento Manuel Aguilella, en la certeza de que no cabía malentendido
alguno, que un diputado jamás mentiría en sede parlamentaria sobre tan grave
asunto, se personó en la Comisaría más cercana para alertar a los agentes del
orden. Nuestro héroe cívico, dada su condición funcionarial, está obligado por
ley a denunciar sin pérdida de tiempo todo delito del que tuviere noticia. No
cabía demorar ni un solo minuto las pesquisas necesarias para liberar a los
secuestrados y detener a sus pérfidos captores.
En un primer momento, e incomprensiblemente, el agente se mostró reacio a
atender la petición de Aguilella, pues el operativo policial de rescate debía
activarse al punto: estaban en juego la vida de las dos víctimas y las esperanzas
de sus familiares. Comprendió al fin la magnitud del caso y registró la
denuncia en la que se cita como testigos y declarantes a Gabriel Rufián y a los
taquígrafos del Congreso. No sabemos si esas providencias ayudarán al
esclarecimiento del espantoso delito, pero nadie podrá afear jamás a Manuel
Aguilella ni sus cualidades cívicas, ni su pronta reacción.
Me consta, gracias a las bien trabadas explicaciones de mi abogado (y sin
embargo amigo) que, una vez aceptada la denuncia, es decir, una vez que ha
pasado el filtro en dependencias policiales, aquélla ha de ser
indefectiblemente trasladada a los Juzgados, so pena de incurrir el agente en
el gravísimo ilícito de obstaculizar la acción de la Justicia; infracción que,
de producirse, podría acarrear severísimas sanciones disciplinarias. De modo
que la pelota (esa bola que entró)
está ahora a la espera de una decisión judicial. Y, mientras otros contenemos
el aliento… bajo la niebla y la lluvia, solitario, conduciendo su modesto
turismo por esas carreteras secundarias de la red viaria, y contentando su
estómago con un sencillo y frugal condumio… deambula sonriente Manuel
Aguilella, con la serenidad de espíritu que confiere al hombre temeroso de Dios
y de las humanas leyes el precepto sagrado del deber cumplido, listo una vez
más para “desfacer” entuertos y socorrer a desvalidas doncellas en apuros… para
ayudar acaso a ese invidente, o a esa dama de edad provecta, a cruzar la calle
por el paso de peatones.