Por Tolerancio
Hará cosa de
un par de años fuimos los amigos de excursión por los senderos de la serranía
llamada, en habla autóctona, “dels tres Hereus”, muy cerca de Berga. Es una
comarca de bonitos paisajes, cielos limpios y de abruptas montañas donde el
viajero se topará, al llegar el otoño, un disperso batallón de “boletaires”
huroneando por sus bosques tras el preciado trofeo en forma de níscalo.
La recolección
de setas supone un sano y moderado ejercicio al aire libre, desprovisto en
principio de graves peligros mecánicos, pero, atenta la guardia… que no olvide
el anónimo buscador de píleos comestibles, pertrechado con su cachava para
remover el musgo, la pinaza y la hojarasca, su navajita para segar el esponjoso
pie, lo que sería el tronco, y su cesta de mimbre, que tras el sombrerillo del
hongo puede aparecer un ente mucho más dañino que un elfo o un pitufo: el abominable
Quim Masferrer con una cámara de TV3 al hombro y llevarse el incauto un susto
morrocotudo, probablemente mortal.
Tras la
caminata que nos llevó unas buenas horas decidimos llegarnos a Berga para
refrescarnos el gaznate. No era la primera vez que visitamos esa localidad.
Pero nos pareció entonces muy cambiada. El recibimiento al forastero no era lo
que se dice muy cálido y cordial. Pintadas, murales, puños crispados, llamadas
a la rebelión, proclamas que aludían a sangre vertida, derramada heroicamente
en incógnito conflicto contra un supuesto ejército de ocupación del que, por
incomparecencia, no tenemos noticia. Aquello parecía el Goyerri, la Barranka
alsasuarra. Acaso Belfast en los años de plomo de las balaceras intercambiadas
entre IRA y UVF. En la recoleta plaza del ayuntamiento, pancartas, banderones
estrellados y una veintena de jóvenes de aspecto batasunoide que montaban un
concierto de música estridente sólo para ellos, enseñoreados de lo que un día
fue el más noble espacio público del municipio. Como para no volver.
Por eso no
sorprende, en todo caso algo sí por su inocuidad, la performance lazi de la conga del Berguedá que circula por las redes sociales. Queda establecido que Berga
es territorio aborigenista y que por esos predios la tribu de los “yellow
ribbon” (los “lazoamarillo”) sienta sus reales de manera incontestable.
La verdad,
entre la cartelería y las pintadas en las paredes que instan al combate y el
divertimento dominical de la conga con gran afluencia de abueletes (un
saludable ejercicio gimnástico tan conveniente para mayores aparcados en el
geriátrico) y aires de actividad extraescolar, como de juego campamental en la
más arraigada tradición escultista, un servidor se queda con lo segundo. Sólo
tienes que apartarte y dejar el paso expedito a la patética comitiva. Y rezar
para que ninguno se nos trastabille y rompa la cadera, o la emoción incontenida
le acelere el corazón y le provoque un parraque.
Por otro
lado, muchos de los participantes se regresan a su casa contentos, henchidos de
esa fuerza interior que al alma confiere el rito comunal, llenos de gracia, por
así decir, sabedores de su pertenencia al pueblo elegido, alistados, como un solo
hombre, y bajo las estrellas, en la bandería del bien. No pocos de los
danzantes de la conga, por imperativo de la edad, no verán la independencia,
pero su energía quedará aquí, entre nosotros encapsulada, y alimentará los
sueños y las esperanzas de los suyos en su epopeya futura, en su agotadora
travesía del desierto. Pizca más o menos como el “finik”, una suerte de fuerza
intangible, de aliento vital heredado de los antepasados que, en la cosmovisión
de los bimin-kuskusmin de Papúa-Nueva Guinea, anima los movimientos de sus
deudos. Bimin-kuskusmin de los que se hablará en otra ocasión. Quedémonos hoy
con otros indígenas, nuestros adorables “yellow ribbon”, y su conmovedora y
dramatizada conga de Jalisco.