El ministro Garzón, esa lumbrera
que añora el comunismo hasta el punto de lucir una sudadera de la extinta Alemania del
Este mientras cocina un arroz, ha decidido prohibir la publicidad de dulces,
zumos, postres, chocolates y similares dirigida a niños. Será que esos productos son propios de otras épocas de nefasto recuerdo para la memoria de Garzón. Ya no tuvo reparos el ministro en adornar las bebidas azucaradas con el IVA máximo, y como la gente sigue bebiendo la
chispa de la vida, menos nociva que el alcohol, al menos para el hígado, habrá
pensado el hombre que puede seguir con su particular cruzada, en este caso
contra la obesidad infantil. Pero aquí hay algo más, que ya sabemos que el
chocolate, que era todo un lujo en los países comunistas, provoca euforia y
estimula el cerebro, luego se trata de preparar a los niños para que, ya creciditos, sean perfectos imbéciles en una sociedad lanar.
Decía el gran poeta Leopoldo María
Panero, que en la infancia vivimos y después sólo sobrevivimos. El ministro
Garzón ha decidido liquidar la dulzura de esa edad con la misma saña con la que
le gustaría acabar con todo lo que huela, aunque sea poco, a felicidad. Para
niños y adultos, aquí no hay distinción que valga. Puede parecer una
contradicción esa preocupación por la salud de los menores de edad mientras se
fomenta la legalización de drogas para todos los públicos o que mujeres menores
de edad puedan abortar sin consentimiento de los padres, pero ya dijo Pablo
Iglesias, parafraseando a Lenin, que hacer política era cabalgar entre
contradicciones. Pero siempre hay algo en lo que la izquierda más rancia nunca
se contradice, ofreciendo siempre una idea fija, sin fisuras: la lucha sin
cuartel contra la felicidad de las personas. Y qué mejor plan en ese sentido
que empezar por la infancia y su dulzura.