Justo Molinero, el auténtico e inimitable, y es un tipo que conoce bien el paño, lo ha dicho con claridad: Gabriel Rufián es un gilipollas. Tiempo atrás, el locutor ya había advertido que Eduardo Reyes, adalid del
nacionalismo de origen andaluz y líder de la plataforma Súmate, la misma de la que procede Rufián, no era de fiar: cuestión
de celos, seguramente. Al locutor no le ha gustado que el flamante diputado de
ERC subiese a la tribuna del Congreso a reivindicar la figura del charnego,
quizá porque en una traición del subconsciente entiende que ese charnego más o
menos agradecido, más o menos triunfante, va referido a él, un andaluz que a
base de lamer todos los traseros nacionalistas habidos y por haber ha
logrado forjar un imperio nada desdeñable en torno a la radio del jaroteo.
Afirma Justo que él nunca ha tenido que soportar el insulto
de charnego, luego mucho menos Rufián, que es joven, y con ello educado en la
inmersión lingüística, lo que hace que hable un catalán mucho más fluido que el suyo y que haya crecido, parece ser, en un mundo idílico donde nadie es
designado, no digamos vituperado, por su origen o condición social. Actos
fallidos y rivalidades al margen, y dando por descontado que la necedad de
Rufián da para un tratado científico, lo cierto es que debería saber el amigo Molinero que
el término más adecuado para definir a tipos como Rufián, Reyes e incluso él
mismo, todo un precursor en la materia que nos ocupa, es uno de honda raigambre
andaluza: papafrita.