La peste del virus chino ha
tenido consecuencias en todos los ámbitos de la vida cotidiana, y lo que te rondaré,
morena. No podía librarse la siempre maltrecha justicia, que ha tenido a bien
arbitrar una serie de medidas tendentes a la no propagación del virus, si bien
con una cierta timidez, pues de manera incomprensible no se toma la temperatura
a todas las personas que acceden a los edificios judiciales. Eso sí, los
letrados están exentos de lucir la preceptiva toga en los juicios, algo que
siempre se agradece en el tórrido verano. Pero siempre impera el uso de la
mascarilla en esas dependencias, salvo en el caso de algunos funcionarios y
jueces que siempre que pueden marcan el músculo de la casta.
Pero el uso obligatorio de
mascarilla puede llegar hasta extremos grotescos y kafkianos y sobrepasar ese
límite que nos lleva a sentenciar que la realidad siempre supera a la ficción.
El otro día me contaba un abogado que un juzgado de Barcelona le citó para una rueda de reconocimiento, diligencia muy habitual en causas penales. La
sorpresa fue que tanto el sospechoso del delito como el resto de figurantes
lucían la dichosa mascarilla. Obviamente, la víctima no pudo reconocer al
presunto autor del ilícito, matiz nada desdeñable que provocará, salvo milagro, el archivo de la causa. Y es que la justicia es ciega.