miércoles, 30 de marzo de 2011
martes, 29 de marzo de 2011
lunes, 28 de marzo de 2011
Perdón
viernes, 25 de marzo de 2011
Dividendos
miércoles, 23 de marzo de 2011
Sin remisión
martes, 22 de marzo de 2011
Guerra
domingo, 20 de marzo de 2011
Qué leche
viernes, 18 de marzo de 2011
Berzas
miércoles, 16 de marzo de 2011
Reponer el futuro
lunes, 14 de marzo de 2011
Dame lengua
sábado, 12 de marzo de 2011
Cuatro cartas y un legado (y V)
Por Memoria
-¿Cuándo tuvo conocimiento de esto?- le pregunté sin dilación, con la certeza de que el tiempo se agotaba con la misma rapidez con la que las cartas habían sido despedazadas.
- Desde el primer momento, casi desde que llegaron, todas tan seguidas en el tiempo que parecían un coleccionable por fascículos, y lo supe porque mi madre se encerraba en su cuarto y las leía, como leía ella, en voz alta y muy despacio y con torpeza, una y otra vez, siempre a la misma hora, al llegar derrotada tras haber pasado diez o doce horas limpiando casas o despachos, y sé con absoluta seguridad que lo hacía con la secreta esperanza de que otra lectura de las cartas, una revisión concienzuda de cada una de las palabras, pudiera abrir alguna puerta a la esperanza, hallar algo que demostrase que el mito seguía vivo, que todo podía ser una broma, que ella a duras penas sabía leer y escribir y que quizá algo se le escapaba porque no sabía interpretar las palabras ni leer entre líneas. Cuando salía de aquella cámara de tortura suspiraba profundamente para contener el llanto que a buen seguro dejaría escapar más tarde, al acostarse vencida por el cansancio y por la vida, desvanecida ya la esperanza de hallar otras cartas aclaratorias en el buzón, letras que nunca llegaron porque ya todo había sido escrito. Quizá por eso aceptó con indiferencia, sin duelo, la noticia de la muerte de su padre poco tiempo después, conocida a través de un escueto telegrama que remitió uno de sus amigos americanos y por la que no derramó ninguna lágrima, pues la muerte del héroe ya la habían traído estas cartas que usted acaba de leer.
Ahora era ella la que suspiraba para tomar impulso y continuar con el final de un relato que también pasaría cuentas con su propia vida, que cerraría un capítulo sangrante, el último y definitivo, de una leyenda que había perdido hasta la épica, si alguna vez la tuvo, y fue en ese momento cuando pude ver en sus ojos un brillo hasta entonces desconocido y con el que resultaba otra mujer diferente, nueva. Su madre le entregó las cartas poco antes de morir, atadas con una goma y guardadas en un viejo bolso, el de toda la vida, el mismo que llevó consigo al hospital de enfermos terminales y en el que guardaba las cosas más variopintas, desde fotos de sus hijos hasta viejas entradas de cine. Las leyó con rabia junto a la cama en la que la enferma yacía adormilada, escuchando una respiración cada vez más débil, la única señal que emitía un cuerpo sin conciencia por los efectos de la morfina, y supo con tanta rabia como dolor que todo había sido una broma macabra, una burla por la que todos habían pagado un precio demasiado elevado, tan caro que por eso aceptaban ahora la herencia que el abuelo les dejaba, para compensar un poco la injusticia, y también porque necesitaban ese dinero, porque su destino, como el de mucha gente que nace en la derrota, y eso ya nadie lo cambiaría, eran la pobreza y la adversidad.
Pese a mi insistencia, tal vez justificada por la melancolía que lleva consigo cualquier clase de despedida, no permitió que la llevase en coche hasta su casa, aunque aceptó mi paraguas con una sonrisa que me devolvió un poco la alegría y que revelaba, además de una belleza marchitada por demasiadas penalidades y que yo hasta ese momento no había sabido apreciar, que por fin había soltado el pesado lastre que la atormentaba desde hacía muchos años, el que había heredado desde que nació y que ahora, eliminado cualquier posible vínculo con Liberto, desaparecía por completo. Sólo existen los héroes en las leyendas, fueron esas palabras su lacónica despedida, y las pronunció con una cierta euforia, como eufórico y afectuoso fue el abrazo que me dio antes de meterse en la boca del Metro y dejarme allí plantado, inmóvil bajo la lluvia mientras la veía alejarse escaleras abajo con paso ágil y decidido, quizá para siempre, como un día se fue su abuelo, para no volver jamás. Miré el reloj y comprobé que todavía tenía tiempo y ánimo para liquidar mi presente más actual y devolver a la biblioteca aquel viejo libro que ahora ya poco más podía ofrecerme.
viernes, 11 de marzo de 2011
Cuatro cartas y un legado (IV)
Por Memoria
- No era ningún héroe- me decían ahora aquellos ojos tan enormes como tristes que sobre mí se posaban- Nunca lo fue. Ni siquiera en los años sesenta, con bastantes años por delante y cuando la represión tanto se había suavizado porque ya no tenía sentido seguir por el camino de la venganza, se atrevió a regresar, retomar la vida que había dejado atrás, reencontrarse con su hija o conocer a sus nietos.
Se había presentado en mi despacho una tarde lluviosa, sin avisar y sin paraguas y con la vieja y raída gabardina como única protección y unas cuantas cartas en los bolsillos, cuatro en total, que eran el epílogo a la historia real, un personal ajuste de cuentas que no solamente demostraba las contradicciones del personaje sino que avalaba lo que siempre tuve claro sobre el libro que llevaba en mi portafolios, que la biografía era en su mayor parte pura propaganda escrita y patrocinada por alguien que seguía embarcado en empresas históricas y buscaba su propia salvación a través de la glosa de heroicos personajes.
- Mi madre vivió y murió con una culpa que no era suya, con un dolor que nunca mereció y que la hundió en la melancolía más terrible- insistía en la cafetería mientras yo leía con emoción aquellas cartas escritas con primorosa caligrafía en las que nuestro personaje asumía todos sus errores, aunque también pasaba de puntillas sobre los aspectos más sórdidos de su vida- No soportaba la pobreza que en la que vivíamos y que se incrementó tras la prematura muerte de mi padre, las mismas carencias con las que ella se había criado, las que siempre nos perseguía por aquellos sucios callejones en los que mi hermano y yo nacimos y en los que a este paso moriremos.
La miro cuando he liquidado las cartas de un tirón y veo en ella, en sus ojos ahora muertos y en el pelo encrespado por la lluvia, la derrota en su más puro estado, y es tanta la amargura que transmite cualquiera de sus gestos que me siento descolocado, incluso avergonzado por haber sentido en algún momento la más mínima fascinación por aquel revolucionario de leyenda, por haberme apartado, aunque fuese por momentos y en noches de insomnio, de mi ancestral pesimismo antropológico, por haber creído en la existencia de causas nobles que podían redimir de alguna forma más o menos decente las mayores torpezas, las más crudas arbitrariedades, ya fuera en un contexto de paz o de guerra, porque las cartas no dejaban dudas ni cabos sueltos, pasaban balance y liquidaban finiquitos con la precisión indiferente de un contable, con la asepsia de un burócrata que ojea las páginas de un expediente con notable desdén. Todo fue un error y nada mereció la pena, ése y no otro era el resumen que se podía hacer de unos viejos papeles que ahora mi clienta rompía en pequeños trozos con manos temblorosas. Estábamos equivocados, siempre lo estuvimos, escribía Liberto sobre la ceguera de aquellos años de sueños y locura, de ambiciones y misiones que se presumían divinas y que se fueron por el sumidero de la historia dejando solamente un recuerdo, una evocación melancólica que únicamente con mucho esfuerzo y optimismo podía transmitirse de padres a hijos y poco más, porque aquello ya no daba más de sí, nada más podía ofrecer un cuento que había finalizado sin gloria alguna porque la batalla en la que todo se cimentaba se perdió antes de iniciarla, y lo que vino después, como el tiempo acabó por demostrar, fue una farsa grotesca, o también una tragedia que había devorado demasiadas ilusiones y que no supuso otra cosa que el fin de
-Imagine por un momento a mi madre leyendo esta crónica de la mentira y la infamia-insistía con la voz quebrada mientras con parsimonia hacía montoncitos de papel con lo que quedaba de las cartas- Toda una vida asumiendo un destino basado en la fatalidad, pero con el consuelo de que existía una causa justa y noble que lo había desencadenado todo y por la que cualquier sacrificio merecía
(Seguirá)
jueves, 10 de marzo de 2011
Cuatro cartas y un legado (III)
Por Memoria
Me siento en uno de los bancos de la plaza, muy cerca de ese edificio que parece cobrar vida en el silencio de la noche, y doy rienda suelta a la imaginación: mi personaje está por ahí, camuflado y al acecho, preso de negros presagios, con un cigarrillo sin filtro colgando de sus labios y bien calada la gorra de miliciano, las manos en los bolsillos de un largo abrigo de cuero que no le estorba pese al calor y que luce desde el inicio de la guerra porque ahí se pueden ocultar las armas más eficaces, sabiendo con amargura que no debe entrar ahí, que son ya muchos los guardias de asalto- así lo viene cantando la radio desde hace rato- que han tomado posiciones, a los que ahora se añade también una compañía de guardias civiles, y comienza a vislumbrar, con esa intuición diabólica que tiene desde niño, que la suerte de sus compañeros, los que están dentro y otros que ya no podrán entrar pero que comienzan a ser buscados y detenidos, está echada, que está finalizando el sueño antes de que la guerra llegue a su primer año y que lo mejor y más sensato sería desaparecer de allí, discretamente, con el mismo sigilo con el que ha llegado, el mismo con el que se mueve desde que abrazó la revolución, y así lo hace, tirando con rabia el cigarrillo y subiéndose el cuello del abrigo, como hago yo en ese mismo momento mientras paro el taxi que me devuelva a la realidad, aunque sigo anclado en aquellos días de furia y ya escucho los primeros disparos que necesariamente también ha de escuchar Liberto en su huida Ramblas abajo, cuando percibe por primera vez que la guerra ya se ha perdido y que tiene una familia a la que poner a salvo, una mujer y una hija a las que hallará más tarde en el viejo piso que ocupan junto a dos familias más, tan inocentes como indiferentes a la tragedia que se avecina, convencidos todos de la victoria final.
Voy consumiendo los últimos días de mi personal investigación, ahora que lo profesional lo tengo prácticamente liquidado, con una cierta angustia, una zozobra que no puedo reprimir y que supera el desenlace de una historia de la que ya conozco el final, pues veo a mi personaje acorralado, perdidas todas sus prebendas y agobiado por la sospechosa desaparición de alguno de sus mejores compañeros, debiendo pisar con mucho cuidado el terreno minado por el que debe moverse. Sopesa muy seriamente la posibilidad de marchar al frente y dejar la retaguardia, la guarida de los enchufados y cobardes, pero es tan grande el miedo a las represalias y venganzas que ya se están produciendo y de los que tiene cabal conocimiento que se siente atenazado ante la perspectiva horrorosa de abandonar a su familia, lo único que le queda, o quizá lo único que ha tenido, lo verdaderamente tangible más allá de sueños utópicos.
La correspondencia dejada en mi buzón me trae una sorpresa agradable: es un sobre de mis clientes en el que junto a un generoso cheque por mis servicios encuentro una vieja y arrugada fotografía en la que aparecen Liberto y su mujer, Clara se llamaba, y la niña, muy juntos y poco sonrientes, tan serios figuran frente a la cámara, tanto miedo aprecio en esa madre que sostiene a su hija y la abraza contra su pecho, que intuyo que tuvo que ser tomada durante aquellos días de odio y pánico. El cuadro familiar me lleva de nuevo a ese libro que ocupa el centro de mi mesa de trabajo, que manejo con delicadeza cada vez que lo abro y vuelvo a leer aquellos pasajes que más me interesan, debiendo apartar las muchas cuartillas dobladas y con anotaciones que duermen en su interior y sobre los que escribo una y otra vez, borrones y enmiendas que nadie leerá jamás y que más tarde o temprano acabarán en
Para su hija, según avanzo en la obra, es algo más explícito y no arrastra con ella el peso de la culpa y advierte, a modo de declaración de principios, que pese a las circunstancias adversas fue un fruto deseado, un rayo de esperanza que le hizo incluso dudar de la tarea para la que se sentía destinado, aunque la guerra lo estropeara todo. Pero aquí el relato entra en un terreno tan dramático que necesito tomarme un respiro, porque la huida de Liberto tiene su precio más elevado, dejar a su hija en el camino, ése y no otro es el auténtico punto de inflexión de un relato que sin ninguna duda, al menos para mí, está a punto de finalizar. Es en ese preciso momento cuando vuelvo a mirar con detalle la fotografía de la niña y aprecio el parecido entre ella y mi clienta, madre e hija, los mismos ojos grandes y oscuros y el pelo rizado y los hoyuelos en las mejillas.
(Seguirá)
miércoles, 9 de marzo de 2011
Fuera de juego
martes, 8 de marzo de 2011
Cuatro cartas y un legado (II)
Por Memoria
Aunque ya la noche es cerrada y un poco más fría de lo habitual en esta ciudad y me dominan el cansancio y la jaqueca, busco y encuentro una cafetería con mucha luz y poco ruido, pues el interés por el libro que llevo encima me impide esperar más tiempo, no me permite llegar a casa sin haber echado un vistazo a la única biografía publicada del hombre que llegó a tener tanto poder, el paria que compartía mesa con los padres de la patria cuando el pueblo fue invitado a los grandes festines, aunque también sé con certeza que cuando me meta en la cama, ignorando la agenda de mañana, lo haré con esas amarillentas páginas entre mis manos dejando que el sueño me venza con calma. Pese a que ya lo adivino, lo he podido comprobar en la biblioteca antes de salir, vuelvo a repasar con detenimiento todas las páginas, de la primera a la última, buscando alguna fotografía que no encontraré en una edición muy pobre y barata de una obra que, como el autor reconoce en su introducción y en la dedicatoria, tiene mucho de hagiográfica, demasiada justificación que solamente se comprende y ampara en la mayor de las comuniones ideológicas y en la más sincera amistad, de ahí que se editara en Buenos Aires con la modesta financiación de un grupo de amigos de Liberto que, como él y otros que le siguieron en la derrota, vagaban desperdigados por el continente americano, afincados en países de los que no los movería ni la famosa ley de amnistía ni cualquier otra disposición que pretendiese rescatar una memoria que ya no existía, que había ido muriendo poco a poco por el transcurso implacable del tiempo y la desaparición casi total de cualquier sistema político y social basado en la utopía de la que un día fueron abanderados.
Mientras me tomo la cerveza y pido un bocadillo, echo mano al bolsillo de mi abrigo y saco las dos fotografías que los nietos, no sin una cierta reticencia ante una petición que les resultaba extravagante, me dejaron en nuestro segundo encuentro, cuando les expliqué que me estaba interesando enormemente la vida de su abuelo, que soy un estudioso de la guerra civil en mi ciudad y que no encontraba, y en eso les tuve que mentir con morbosa intención, documentos gráficos en las hemerotecas, pues sí los hay y bastantes, aunque son instantáneas tomadas en actos y reuniones oficiales de los muchos comités y consejos que se formaron durante
No deja de sorprenderme la ignorancia de mis clientes sobre las andanzas de este personaje, mostrando incluso un cierto desdén que no quiero interpretar maliciosamente y que achaco al tiempo y la distancia, pero que me choca por su contraste con el interés desmedido con el que yo ando investigando y glosando toda su vida, pugnando por adentrarme en una historia que es suya más que mía, o a lo mejor es de todos, nadie lo sabe, por ser el reflejo de una época que ha ido proyectándose a lo largo de muchos años y que hasta mí y de rebote y gracias a mi profesión ha llegado de manera absolutamente arrolladora, setenta años después, embriagándome de un obsesivo deseo por saber, por conocer e indagar en la vida de alguien, descentrándome de otras cosas, tareas quizá más prosaicas y menos intensas, pero de las que vivo mejor o peor desde hace años. Salgo de la cafetería y me acercó al centro de la ciudad a pasos agigantados para acabar llegando a la plaza donde se ubicaba el antiguo edifico de la telefónica, sabiendo que ese destino lo he querido a conciencia, lo he buscado como lo haría el guionista de una película, siguiendo el ritmo que marcan el libro y su autor y que no es otro que el curso de la historia y la crónica de la guerra, y mientras dejo pasar un taxi tras otro, no tengo prisa y nadie me espera, rememoro los acontecimientos de mayo del treinta y siete, cuando con la inestimable y perversa ayuda de agentes extranjeros las tensiones y odios acumulados entre dos facciones del mismo bando estallaron con furia incontrolada, imponiéndose la guerra sobre la revolución, aunque al final se acabasen perdiendo ambas estrepitosamente.
(Seguirá)
sábado, 5 de marzo de 2011
Cuatro cartas y un legado (I)
Por Memoria
Me quedo hasta muy tarde en la biblioteca intentando averiguar cosas y detalles sobre la vida del personaje que tanto y sin saber muy bien el motivo me seduce y apasiona, el que con una magia incomprensible me envuelve desde hace días, y tan tarde se hace que el encargado, un chaval con pinta de estudiante que allí y a media jornada se saca algo de dinero, me mira de reojo y suspira cada vez que cierro un libro y abro otro, pues soy el último que allí queda leyendo y tomando notas, y aunque no sea todavía la hora de apagar las luces y echar el cierre es fácil intuir que el buen hombre, sin mi insistencia y pesadez, estaría ya en el bar de abajo viendo el fútbol europeo, disfrutando de los cigarrillos que en esta sala de altísimos techos tienen prohibidos y que él saborea a hurtadillas en ese archivo improvisado donde se guarda la fotocopiadora a la que con frecuencia me dirijo. Es curioso y sorprendente, me dice un viejo amigo que está al tanto de mis andanzas, el abandono casi total al que tengo sometidos los textos jurídicos y códigos legales, su sustitución por los libros de historia y los diarios de la época, ver cómo y de qué manera me he dejado llevar por la personalidad de Liberto, el tipo del que recopilo toda clase de información, estudios y reseñas desde que recibí en mi despacho la visita de sus dos nietos, los únicos parientes con vida que reivindicaban una pequeña herencia que por arte de magia y casi veinte años después de la muerte del causante había aparecido en un lejano país de América, el mismo al que mi personaje llegó tras el final de la guerra y en el que tuvo conocimiento de su inclusión en el gran proceso incoado por los vencedores contra aquéllos que como él, vae victis, habían perdido la guerra y también
Salgo al exterior con paso firme pero sin rumbo alguno, y en la oscuridad que trae la noche invernal me adentro por las calles del casco antiguo, las mismas por las que discurrió la vida de Liberto, sus primeros delitos y encontronazos con la ley, detenciones y malos tratos en comisarías y cuartelillos, el robo y otros delitos al servicio de la revolución como coartada perfecta para aligerar la culpa, pero también sé con certeza que ya estoy recorriendo, a través de caminos superpuestos y entrelazados, la pista por la que se desvanecen sus últimos instantes en esta ciudad antes de meterse en la desbandada general que trae consigo el final de la guerra, cuando seguramente sus pensamientos eran invadidos por aquellas víctimas del pasado que en su conciencia y desde hacía tiempo bailaban y que lo habían convertido en un hombre atormentado, aunque también sentía en su cogote, y con ello sacaba fuerzas de flaqueza, el aliento de los verdugos, el aire de un futuro que galopaba a ritmo vertiginoso y con fuego de artillería y que venía a saldar cuentas sin compasión, así lo anunciaban las octavillas lanzadas por los aviones, garrote y prensa decían los que ya habían vencido, y es que ya no era cuestión de días sino de horas, muy pocas, las mismas que le quedaban para alcanzar la frontera francesa por caminos atestados de fugitivos sin distinción de edad ni condición social, padres e hijos de la derrota para los que se iniciaba un calvario que en muchos casos tendría su continuación en la guerra que asomaba en el horizonte europeo. Paso junto al Café de la Ópera y creo escuchar las canciones de la época, los gritos desaforados que emergen de las entrañas de las huelgas, siempre revolucionarias y apocalípticas, los disparos de unos policías que primero acosaban a los huelguistas y que más tarde, iniciada la contienda y con ella, así decían algunos, la auténtica revolución, se aliaban con sus abanderados por acción u omisión, por convicción o pragmatismo. Percibo como propia la euforia de mi personaje en aquellos momentos de gloria, cuando cambió su nombre original, como Salvador lo bautizaron, por el de Liberto, y siento su desesperación y puedo compartir su rabia ante el ocaso del sueño y el final de la aventura a la que la miseria, según relató a un historiador cuya obra prestada llevo bajo el brazo, le arrastró sin posibilidad de tomar otro camino, sin poder adoptar otra postura coherente que no fuera abrazar una causa utópica y huir hacia adelante, dejando al margen de su conciencia cualquier sentimiento que no fuera compatible con su apuesta. La evocación de una época que me absorbe y me roba el sueño desde hace días no me impide contemplar la miseria que sigue presente en las calles por las que ahora me muevo con mucho sigilo, la misma dejadez y suciedad que por fuerza tuvo que conocer Liberto, sufrirla en sus carnes, primero con su frenética actividad sindical, cuando recién llegado del pueblo malvivía en un barrio de chabolas y poseía una instrucción tan deficiente que apenas podía leer los panfletos y diarios que por aquí mismo se encargaba de repartir, y más tarde, y ya en plena guerra, con la caza y captura de los desafectos a la causa, enemigos de los que siempre colgaba el cartel de burgueses y reaccionarios, un cajón de sastre, un cliché que lo mismo servía para un empresario que para un funcionario, un religioso o un policía, quintacolumnistas que terminaban en los centros clandestinos de detención, checas en las que él, con su pistola al cinto y cara de pocos amigos, era amo y señor...
(Seguirá)