Independientemente de las cifras, una corruptela como cualquier otra, el éxito de una huelga debe medirse por el número de bares que permanecen operativos, pues ese y no otro es el motor de una economía de servicios como la nuestra. Más bares abiertos que nunca en un trance similar, poco a poco y con una cierta timidez según amanecía y sin ningún pudor a medida que avanzaba el día, con la persiana bien subida y la cocina a toda marcha, que ya llegará la ley antitabaco en enero y no es cosa de dejar vino en las bodegas. Fracaso absoluto, como acredita la jeta de un Corbacho desolado.
En una comedia relativamente bien pactada, para eso cobran liberados y ministros de la misma caja, ni los funcionarios han parado lo esperado ni la policía ha repartido más leña de la que ordenaba la superioridad, no sea que con muertos de por medio tengamos que darnos una ley de huelga como mandan los cánones, con penas de prisión para combatir la coacción. En la vanguardia de la lucha, qué feos, los rostros airados y biliosos de siempre, el dedo índice amenazante como metáfora de la información piquetera; en la retaguardia, bien cómodos en su indigencia intelectual, los muñidores de la cosa, tranquilos y reposados saboreando un momento que parecía no llegar nunca. Pan para hoy.
Mucho antes de que cayese el Muro, muchísimo, vimos el eclipse de la revolución en aquel obrero que adquiría un apartamento en la playa, una casa en la montaña: reventado el mercado inmobiliario para muchos años, la baza del sistema capitalista para desactivar futuras milongas sobre derechos irrenunciables debe ser la promoción de cruceros todo incluido, la inmensidad del océano y una tumbona como auténtica conquista social. Mientras llega el Bismarck que lo articule, beneficios fiscales para los bares, por favor.