Por Tolerancio
La grandeur de
la France se respira paseando por París.
Se percibe, curiosamente, en pequeñeces,
en ínfimas trivialidades y
bagatelas. Lo bueno, o malo que tiene, estoy por decidirlo, es que
sin saber cómo, te la transmite y por unas
horas te sientes partícipe del inasible
fenómeno. Lo mismo da que seas un botarate de campeonato,
un rascapieles, adjetivos que se compadecen con un servidor a
las mil maravillas en cuanto hace balance y
busca para sí una etiqueta, una categoría moral. Y que la historia
de Francia esté salpicada, entre bromas y veras, brillos y sombras,
de episodios vergonzantes y debacles insondables.
Me
chifla. Es mi ocupación favorita: dar lumbre a
los transeúntes que se acercan a mí. Monsieur,
me dicen… ¡A mí!... con mi aspecto
de patán, de pinchaúvas. Te lo sueltan con ese acento tan lisonjero
al oído, que es el timbre por
antonomasia de la elegancia y de la
civilización. Nada de tío, colega o amigo. Monsieur,
pronúnciese mesié,
como Zapatero ante sus señorías de la asamblea gala, pero en fino,
nasalizado. Todos los fumadores salen de su casa con tabaco, ese
dañino y dispendioso vicio, pero a veces, olvidan,
qué fatalidad, el encendedor. Te piden
fuego, pero no cigarrillos.Exactamente como
en casa, donde te asaltan para pedirte un pitillo, a veces dos si los
menesterosos de la nicotina van en pareja, uno
para mí y otro para mi amigo, tío roñoso,
y casi nunca fuego, pues olvidan la cajetilla pero no el mechero. O
mejor, sospecha uno que jamás en la
vida pisan el
estanco a la espera de sablear a ese incauto que pasa a su lado
fumando.
Viajando
en Metro, el Metropolitain, de Anvers,
inmediaciones de Montmartre, a Blanche, para la foto obligada
ante el Moulin Rouge,
tomo asiento junto a una señorita. Lleva sus auriculares
preceptivos, y, aislada del mundo exterior, escucha
música… quiero decir, del silencio
exterior. Pues, aunque los convoyes son incómodos, feos
y rancios, los viajeros, da igual raza, edad o
condición, mantienen una actitud respetuosa con los demás y no se
oye ni una mosca. Procuro afinar el oído para identificar la música
favorita de la jovencita, pero, ahí está la gracia, no puedo:
faltan decibelios. Es algo rítmico, sin duda, que no una balada de
Jacques Brel o de Aznavour, pues
balancea la cabeza con chispa y juvenil
coquetería. Lo mismo que en casa, donde los
chicos, si uno toma el
autobús o el metro, van y te atizan los
grandes éxitos musicales del momento gracias a esos chismes que, en
teoría, sólo oyen ellos, pero que, a
toda castaña,comparten con los demás.
Por
cierto, la red de metro es tupida, densa, te
lleva a cualquier rincón de esa gran ciudad y de su extrarradio. Sus
coches son una chufla al lado de los nuestros, que se renuevan cada
tres o cinco años, concurso o licitación con mordida mediante.
Quizá les compensa no dilapidar una fortuna
en el diseño de los vagones e invertir el
dinero público en otras cosas: una cuestión de prioridades. Acaso
aquello de tirar con pólvora del rey,
en Francia no se estila,porque no hay rey. A saber.
De
regreso al hotel, cerca de los Inválidos, pasamos por la calle Saint
Dominique… una guardería instalada en un palacete pequeñito,
precioso… un palacete para pitufos. En la diminuta balconada
de l’école maternelle ondea
la bandera tricolor. Lo mismo que en las
guarderías de Barcelona o, qué sé yo, de Madrid o de Logroño,
pues para el caso… me admira la estampa y le tiro una foto tan mal
encuadrada que no me queda otra que borrarla. Musito entre
dientes… For me, for me… formidaaaaable,
que es la melodía queme acompaña como una
sombra durante mi periplo parisino. Sus
notas enfáticas, sincopadas, me ayudan a
escabullirme íntimamente de esas preguntas que, a
ratos, formula mi señora con la cadencia de
tiro de una ametralladora… ¿Qué ciudad te
gusta más, París o Londres? ¿Hacia
dónde van esas nubes? ¿Por qué sirven siempre un vaso de agua con
el café?
Tras
comparecer ante la
faraónica estructura de mecanotubo de
la Torre Eiffel, y esquivar una cuadrilla
de buscavidas, puede quekosovares, que te
piden una firma para sólo Dios sabe qué pillería, lo mismo aquí
que en las fuentes
de Montjuich, emprendemos un paseo por la orilla
derecha del Sena, rumbo al puente de Alejandro, con sus pilastras y
sus esculturas doradas, y doy… me froto los ojos incrédulo…
con l’esplanade de David
Ben Gurion, fundateur de l’Etatd’Israel…
que espera sentado, se me
escapa una risilla, su homenaje y asiento en
el nomenclator barcelonés, junto a
Karl Marx,La Pasionaria,
el turulato de Maciá o el
golpista Companys.
Pero hay más.
Unos pasos adelante, el memorial de la Guerra de Argelia. Por las
tres pantallas verticales, del color de
las franjas de la bandera nacional, desfilan los
nombres de los caídos en la contienda, civiles y militares,
franceses de origen o pieds noirs,
como el agua brollante de un manantial.
De todos. Y de cada uno de ellos. Y fueron miles. Y no dejo de pensar
en las miserias conmemorativas de nuestras
guerras cainitas, pareciera que aún
inconclusas, o en el monumento a las
víctimas del 11-M que, dicen, se cae a
pedazos, y contra el que los
borrachines y los chuchos callejeros se orinan a sus anchas.
Llego
a casa y antes de subir al autobús de línea nº 46 que lleva
del aeropuerto a la avenida Paralelo, ya me han pedido un cigarrillo.
A los pocos días, en medio del ruido manicomial de
mi tan mierdícola como amado país, me entero del affaire de
los titiriteros pro-etarras y ahorca-jueces del carnaval infantil de
Madrid. En las Tullerías, del lado de la calle Rivoli, también
presencié un fragmento de una función de
marionetas. Un volcán pachucho, dispéptico, vecino de
Nueva Caledonia, pues son más que nosotros y aún conservan
provincias de ultramar, vomitaba fuego y lava. La protagonista, me
pareció una ardilla, o
un desconocido mustélido, le
dice a la luna lunera que ella es su único remedio.
Como una enorme pastilla efervescente, de alka-seltzer,
desciende sobre el cráter y desaparece en su panza. El volcán echa
humo, eructa satisfecho y…voilà…
recupera la sonrisa. Ya no le duele la tripita. Los
niños, pocos, el día es nublado y gris y amenaza lluvia, aplauden
entusiasmados.
Estos
días repito el estribillo a todas horas… For
me… for me…formidaaaaable… La
grandeur de la France… y… Mon
Dieu !… la petitesse de
l’Espagne.