Se pregunta uno quién es peor, si
Rogelio Torrente, presidente de un parlamento autonómico en permanente
rebelión, o el ministro de gracia y justicia del Reino de España, un tipo tan
indolente como su jefe. Y en mitad de la discordia, el Colegio de Abogados de
Barcelona, institución de espíritu decimonónico que nunca ha hecho gala de la
más mínima neutralidad, no digamos beligerancia, en el ya largo prusés secesionista. De Torrente, en el
uso de la palabra en los actos del patrón de la abogacía, se podía esperar lo
que vino de la mano de su lacito amarillo en la solapa, una arenga en favor de los presos-políticos
según su parroquia-que provocó el abandono de la cúpula judicial presente en la martingala, muestra de gallardía que no motivó el más mínimo gesto del ministro Catalá, quien en singular cobardía se quedó en su asiento esperando, a buen seguro, el condumio
posterior que el Colegio monta en estos casos a expensas de la cuota de sus
colegiados.
Requerido por tal pasividad, el
hombre de confianza de Rajoy se justifica diciendo que se quedó para no hacer un
feo a los abogados allí presentes, muchos de los cuales silbaron a Rogelio
antes de marchar junto a jueces y fiscales. Alguien debería explicar al ministro
que el feo, permaneciendo sentado, se lo hizo a todos los españoles-juristas o no importa un rábano-que de
buena fe y con alguna ingenuidad esperan de su gobierno mano dura en el
cumplimiento de la ley. Pero aunque alguien lo hiciese, la reprimenda caería en
el saco roto de aquellos que, abonados a la obscenidad, han hecho de la
dejación de funciones su seña de identidad. Justicia poética, en fin y nunca
mejor dicho, la de aquellos servidores públicos que prefirieron abandonar el infame acto y desterrarse antes
que soportar la afrenta: buenos vasallos faltos de buen señor.