Me encuentro con un conocido que me adelanta la tragicomedia: tras una larga serie de desencuentros, A y Z se han divorciado. Nada nuevo en los tiempos que corren y que certifican que donde no hay harina todo es mohína, aunque me asegura, a modo de un consuelo que no preciso, que no tenían descendencia por la que pleitear, mucho menos por la que sufrir. Tanto mejor, respondo aparentando un mínimo interés que pueda rellenar una conversación a la que no le quedan ni los minutos de la basura. Lo único que les unía, y por lo que siguen batallando, era un gato que permanece ajeno a tamaño desastre, insiste mi azaroso cronista: pero nunca se dijo, y así zanjo el diálogo con un broche de ánimo para un afligido mensajero, sales más caro que un gato tonto.
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