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viernes, 11 de marzo de 2011

Cuatro cartas y un legado (IV)


Por Memoria

- No era ningún héroe- me decían ahora aquellos ojos tan enormes como tristes que sobre mí se posaban- Nunca lo fue. Ni siquiera en los años sesenta, con bastantes años por delante y cuando la represión tanto se había suavizado porque ya no tenía sentido seguir por el camino de la venganza, se atrevió a regresar, retomar la vida que había dejado atrás, reencontrarse con su hija o conocer a sus nietos.

Se había presentado en mi despacho una tarde lluviosa, sin avisar y sin paraguas y con la vieja y raída gabardina como única protección y unas cuantas cartas en los bolsillos, cuatro en total, que eran el epílogo a la historia real, un personal ajuste de cuentas que no solamente demostraba las contradicciones del personaje sino que avalaba lo que siempre tuve claro sobre el libro que llevaba en mi portafolios, que la biografía era en su mayor parte pura propaganda escrita y patrocinada por alguien que seguía embarcado en empresas históricas y buscaba su propia salvación a través de la glosa de heroicos personajes.

- Mi madre vivió y murió con una culpa que no era suya, con un dolor que nunca mereció y que la hundió en la melancolía más terrible- insistía en la cafetería mientras yo leía con emoción aquellas cartas escritas con primorosa caligrafía en las que nuestro personaje asumía todos sus errores, aunque también pasaba de puntillas sobre los aspectos más sórdidos de su vida- No soportaba la pobreza que en la que vivíamos y que se incrementó tras la prematura muerte de mi padre, las mismas carencias con las que ella se había criado, las que siempre nos perseguía por aquellos sucios callejones en los que mi hermano y yo nacimos y en los que a este paso moriremos.

La miro cuando he liquidado las cartas de un tirón y veo en ella, en sus ojos ahora muertos y en el pelo encrespado por la lluvia, la derrota en su más puro estado, y es tanta la amargura que transmite cualquiera de sus gestos que me siento descolocado, incluso avergonzado por haber sentido en algún momento la más mínima fascinación por aquel revolucionario de leyenda, por haberme apartado, aunque fuese por momentos y en noches de insomnio, de mi ancestral pesimismo antropológico, por haber creído en la existencia de causas nobles que podían redimir de alguna forma más o menos decente las mayores torpezas, las más crudas arbitrariedades, ya fuera en un contexto de paz o de guerra, porque las cartas no dejaban dudas ni cabos sueltos, pasaban balance y liquidaban finiquitos con la precisión indiferente de un contable, con la asepsia de un burócrata que ojea las páginas de un expediente con notable desdén. Todo fue un error y nada mereció la pena, ése y no otro era el resumen que se podía hacer de unos viejos papeles que ahora mi clienta rompía en pequeños trozos con manos temblorosas. Estábamos equivocados, siempre lo estuvimos, escribía Liberto sobre la ceguera de aquellos años de sueños y locura, de ambiciones y misiones que se presumían divinas y que se fueron por el sumidero de la historia dejando solamente un recuerdo, una evocación melancólica que únicamente con mucho esfuerzo y optimismo podía transmitirse de padres a hijos y poco más, porque aquello ya no daba más de sí, nada más podía ofrecer un cuento que había finalizado sin gloria alguna porque la batalla en la que todo se cimentaba se perdió antes de iniciarla, y lo que vino después, como el tiempo acabó por demostrar, fue una farsa grotesca, o también una tragedia que había devorado demasiadas ilusiones y que no supuso otra cosa que el fin de la inocencia. Era mejor mirar para otro lado, narraba con frialdad Liberto, romper todas las páginas escritas hasta ese momento y encarar el folio en blanco como él lo hacía en aquellas misivas que iban a resultar letales para su destinataria, sin ataduras y con una pizca de cinismo, como cuando reconocía sin tapujos que logró escapar, no hablaba de huir pues cuidaba mucho el lenguaje, a fuerza de sobornos y pasando por encima de muchos otros que no tuvieron esa suerte y acabaron muertos en cunetas o encerrados en campos de prisioneros; asumía, en fin, los muchos errores cometidos con la esperanza de que no se repitiesen jamás.

-Imagine por un momento a mi madre leyendo esta crónica de la mentira y la infamia-insistía con la voz quebrada mientras con parsimonia hacía montoncitos de papel con lo que quedaba de las cartas- Toda una vida asumiendo un destino basado en la fatalidad, pero con el consuelo de que existía una causa justa y noble que lo había desencadenado todo y por la que cualquier sacrificio merecía la pena. Estoy convencida de que el mazazo de la realidad, la caída del ídolo, agravó su enfermedad y se la llevó por delante. Tanta pobreza heredada y tantas privaciones y carencias para nada.

(Seguirá)


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Te voy siguiendo y es un extraordinario relato el que traes. Y cada día te superas en las descripciones de los estados de ánimo y del resultado tantas acciones realizadas bajo un adoctrinamiento abocado a destruir a sus adoctrinados.

Mercedes dijo...

Aunque tiene razón Javier Tellagorri ese adoctrinamiento maldito tenía en quien lo recibía algo de esperanza en un mundo mejor. No era tan inútil en la propia condición humana, por equivocada que fuera la teoría. No defiendo la ideología sino el hecho de tener ilusiones de hacer algo mejor.
Si sólo nos quedamos con el error y con la depresión tras el error, con la melancolía del fracaso, como parece pasarles a los personajes estaremos condenando no sólo una idea, por nefasta que sea, sino un elemento básico del ser humano- la ilusión, la esperanza-.

Bueno, tras la perorata, sobre lo que realmente le pasa a tu personaje, que no es un problema de miseria material sino algo peor de pobreza en la esperanza, te diré que me sigue gustando mucho el relato.

Reinhard dijo...

El relato se acerca a su final.

Sobre utopías, les dejo una cita de Horacio Vázquez Rial de su obra Revolución:


Los otros días pasé por una calle aledaña a las Ramblas, en la que, desde la muerte de Franco, había habido una librería más o menos oficialmente manejada por el partido comunista. Estaban en proceso de cierre, en montones coronados con cartelitos en los que constaba un precio ridículo...Me quedé pensando en las estanterías despobladas, en el aire de liquidación apresurada que allí tenía todo, y me pregunté si era posible que sucediera lo mismo con una de esas librerías católicas en que todo el material expuesto es del mismo jaez que el de las librerías comunistas, vidas de santos, manuales de economía política celestial...Y no, no era posible. El comunismo cerró. Cerró, como se cierra una tienda. Alguien hizo las cuentas, estimó los finiquitos y bajó la persiana. Y se acabó todo, incluida la épica.

tolerancio dijo...

Utopías, ilusiones... ¡Qué miedo! Hay quienes sueñan con una Humanidad mejor y cuando ponen sus sueños en solfa lo primero que hacen es acabar con la humanidad precedente, con arreglo al método Pol Pot, sin ir más lejos.