...y nadie sabe cómo ha sido.
Parecía, al menos en la Europa desarrollada, que las manifestaciones de ultraizquierda habían perecido tras la caída del Muro de Berlín, quedando esta parafernalia para los inmigrantes descontentos con un estado del bienestar que nunca colmaba sus desmesuradas aspiraciones, jóvenes nacidos en esos países de acogida que hacían lo que sus padres jamás hubiesen osado. Pero la crisis ha vuelto a poner sobre la mesa esta especie de terrorismo de baja intensidad que aglutina a lo mejor de cada casa: okupas, antisistema de diferente condición, neocomunistas, extranjeros con y sin papeles...
En España, justo cuando el gobierno principia a manifestar su deseo de introducir unas mínimas reformas que arreglen el desaguisado del zapaterismo, la peña indignada se lanza a la calle con la excusa de que un colegio no tiene calefacción, sinécdoque de unos recortes en derechos que se consideran básicos e inalienables, irrenunciables por naturaleza, no sujetos a reforma ni componenda. Como la otra cara de la misma moneda, anida en estos jóvenes y presuntos estudiantes el mismo espíritu de los viejos que se manifestaban ante el Tribunal Supremo y llamaban fascistas a los ropones que juzgaban a Garzón: el rencor.
Unos atesoran el resentimiento de aquellos que perdieron la guerra, siendo indiferente para los fines de la causa que sus progenitores fuesen paseados o no; otros, embutidos en una estética francamente guarra, simbolizan la frustración del fracaso escolar, la de esos inadaptados que, a diferencia de otros jóvenes españoles que ya lo están haciendo, no podrán emigrar a parte ninguna. Fue el alcalde París, allá por el 68, el que se reía de los estudiantes revoltosos y les escupía: ¡idiotas, sin dentro de diez años todos seréis notarios! ¿Qué será de esta plebe primaveral de los mocitos valencianos dentro de diez, quince años? Acreedores, si todavía queda algo del bienestar del Estado, de una renta mínima de inserción. Miserias patrias de la exclusión social que no dan ni para una novela.