TWITTER

jueves, 10 de marzo de 2011

Cuatro cartas y un legado (III)


Por Memoria

Me siento en uno de los bancos de la plaza, muy cerca de ese edificio que parece cobrar vida en el silencio de la noche, y doy rienda suelta a la imaginación: mi personaje está por ahí, camuflado y al acecho, preso de negros presagios, con un cigarrillo sin filtro colgando de sus labios y bien calada la gorra de miliciano, las manos en los bolsillos de un largo abrigo de cuero que no le estorba pese al calor y que luce desde el inicio de la guerra porque ahí se pueden ocultar las armas más eficaces, sabiendo con amargura que no debe entrar ahí, que son ya muchos los guardias de asalto- así lo viene cantando la radio desde hace rato- que han tomado posiciones, a los que ahora se añade también una compañía de guardias civiles, y comienza a vislumbrar, con esa intuición diabólica que tiene desde niño, que la suerte de sus compañeros, los que están dentro y otros que ya no podrán entrar pero que comienzan a ser buscados y detenidos, está echada, que está finalizando el sueño antes de que la guerra llegue a su primer año y que lo mejor y más sensato sería desaparecer de allí, discretamente, con el mismo sigilo con el que ha llegado, el mismo con el que se mueve desde que abrazó la revolución, y así lo hace, tirando con rabia el cigarrillo y subiéndose el cuello del abrigo, como hago yo en ese mismo momento mientras paro el taxi que me devuelva a la realidad, aunque sigo anclado en aquellos días de furia y ya escucho los primeros disparos que necesariamente también ha de escuchar Liberto en su huida Ramblas abajo, cuando percibe por primera vez que la guerra ya se ha perdido y que tiene una familia a la que poner a salvo, una mujer y una hija a las que hallará más tarde en el viejo piso que ocupan junto a dos familias más, tan inocentes como indiferentes a la tragedia que se avecina, convencidos todos de la victoria final.

Voy consumiendo los últimos días de mi personal investigación, ahora que lo profesional lo tengo prácticamente liquidado, con una cierta angustia, una zozobra que no puedo reprimir y que supera el desenlace de una historia de la que ya conozco el final, pues veo a mi personaje acorralado, perdidas todas sus prebendas y agobiado por la sospechosa desaparición de alguno de sus mejores compañeros, debiendo pisar con mucho cuidado el terreno minado por el que debe moverse. Sopesa muy seriamente la posibilidad de marchar al frente y dejar la retaguardia, la guarida de los enchufados y cobardes, pero es tan grande el miedo a las represalias y venganzas que ya se están produciendo y de los que tiene cabal conocimiento que se siente atenazado ante la perspectiva horrorosa de abandonar a su familia, lo único que le queda, o quizá lo único que ha tenido, lo verdaderamente tangible más allá de sueños utópicos.

La correspondencia dejada en mi buzón me trae una sorpresa agradable: es un sobre de mis clientes en el que junto a un generoso cheque por mis servicios encuentro una vieja y arrugada fotografía en la que aparecen Liberto y su mujer, Clara se llamaba, y la niña, muy juntos y poco sonrientes, tan serios figuran frente a la cámara, tanto miedo aprecio en esa madre que sostiene a su hija y la abraza contra su pecho, que intuyo que tuvo que ser tomada durante aquellos días de odio y pánico. El cuadro familiar me lleva de nuevo a ese libro que ocupa el centro de mi mesa de trabajo, que manejo con delicadeza cada vez que lo abro y vuelvo a leer aquellos pasajes que más me interesan, debiendo apartar las muchas cuartillas dobladas y con anotaciones que duermen en su interior y sobre los que escribo una y otra vez, borrones y enmiendas que nadie leerá jamás y que más tarde o temprano acabarán en la papelera. Liberto, así lo adelanta el autor en el prólogo, es parco en palabras al hablar de su familia, quizá por haber visto morir a su mujer víctima de la tuberculosis, impotente ante una muerte cantada que consumía a quien siempre fue un hombre tan expeditivo como resolutivo, paralizado ante la imposibilidad de conseguir los medicamentos necesarios para curarla en aquellas jornadas finales, cuando a la escasez propia de los últimos días de la guerra había que sumar el hecho doloroso de que él, tan poderoso hasta hacía bien poco, ya no gozaba de ningún privilegio y tenía que vivir emboscado, muy pegado siempre a un viejo amigo comunista que le brindaba la protección necesaria para esquivar a los agentes de información, auténticos sabuesos que lo tenían en su punto de mira desde hacía ya casi dos años, que no le perdonaban sus antiguas diatribas contra Moscú, las soflamas contra los gobernantes que decidieron desarmar al pueblo y frenar la auténtica revolución. Pero deja escapar algunas pinceladas que denotan un claro sentimentalismo, no muchas tampoco, aunque suficientes para que pueda emerger un hombre que se enamora a primera vista de la joven que acude a las reuniones sindicales tras una jornada agotadora en la fábrica, a la que enseña a leer y escribir cuando esas asambleas terminan y todos, excepto ellos dos, acaban en las sucias tabernas, antros de vino peleón que nunca cierran sus puertas y en los que el humo del tabaco y las voces airadas crean una atmósfera tan densa como turbadora. Es entonces, al quedarse solos en el sindicato, cuando nada me cuesta imaginar a un Liberto que sonríe maliciosamente a Clara, haciéndole ver lo curioso y divertido de la escena, cómo un tipo recientemente alfabetizado y que amplía su escasa cultura con libros de todo tipo le enseña a ella los rudimentos de la lectura y la escritura.

Para su hija, según avanzo en la obra, es algo más explícito y no arrastra con ella el peso de la culpa y advierte, a modo de declaración de principios, que pese a las circunstancias adversas fue un fruto deseado, un rayo de esperanza que le hizo incluso dudar de la tarea para la que se sentía destinado, aunque la guerra lo estropeara todo. Pero aquí el relato entra en un terreno tan dramático que necesito tomarme un respiro, porque la huida de Liberto tiene su precio más elevado, dejar a su hija en el camino, ése y no otro es el auténtico punto de inflexión de un relato que sin ninguna duda, al menos para mí, está a punto de finalizar. Es en ese preciso momento cuando vuelvo a mirar con detalle la fotografía de la niña y aprecio el parecido entre ella y mi clienta, madre e hija, los mismos ojos grandes y oscuros y el pelo rizado y los hoyuelos en las mejillas.

(Seguirá)


6 comentarios:

Mercedes dijo...

Vamos, sigue, que ya estoy impaciente por ver el final

Reinhard dijo...

Amiga Mercedes, tal y como me los hace llegar el amigo Memoria, los voy subiendo.

Manuel dijo...

Interesante historia, y presumo que puede estar situada en aquella Barcelona del año 1937 cuando los agentes estalinistas quisieron tomar el control e iniciaron las purgas contra el POUM y los anarquistas, con los consiguientes combates en las Ramblas y en la telefónica, unas circunstancias en las que todos eran sospechosos, historias humanas entrecruzadas donde el único objetivo era sobrevivir.
Un saludo

Reinhard dijo...

Eso parece: una guerra civil, Manuel, dentro de la guerra civil, o el estalinismo haciéndose con el control, a sangre y fuego, de todas las fuerzas republicanas.

Lumpen dijo...

Don Reinhard, la prosa de la memoria de su Memoria es formidable.
Para nuestro deleite, siga haciendo ejercicios de Memoria.

Reinhard dijo...

Memoria, viejo conocido, es tan sabio conocedor de la historia, o su historia, como buen prosista, de ahí que no pudiese rechazar su oferta.