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martes, 8 de marzo de 2011

Cuatro cartas y un legado (II)


Por Memoria

Aunque ya la noche es cerrada y un poco más fría de lo habitual en esta ciudad y me dominan el cansancio y la jaqueca, busco y encuentro una cafetería con mucha luz y poco ruido, pues el interés por el libro que llevo encima me impide esperar más tiempo, no me permite llegar a casa sin haber echado un vistazo a la única biografía publicada del hombre que llegó a tener tanto poder, el paria que compartía mesa con los padres de la patria cuando el pueblo fue invitado a los grandes festines, aunque también sé con certeza que cuando me meta en la cama, ignorando la agenda de mañana, lo haré con esas amarillentas páginas entre mis manos dejando que el sueño me venza con calma. Pese a que ya lo adivino, lo he podido comprobar en la biblioteca antes de salir, vuelvo a repasar con detenimiento todas las páginas, de la primera a la última, buscando alguna fotografía que no encontraré en una edición muy pobre y barata de una obra que, como el autor reconoce en su introducción y en la dedicatoria, tiene mucho de hagiográfica, demasiada justificación que solamente se comprende y ampara en la mayor de las comuniones ideológicas y en la más sincera amistad, de ahí que se editara en Buenos Aires con la modesta financiación de un grupo de amigos de Liberto que, como él y otros que le siguieron en la derrota, vagaban desperdigados por el continente americano, afincados en países de los que no los movería ni la famosa ley de amnistía ni cualquier otra disposición que pretendiese rescatar una memoria que ya no existía, que había ido muriendo poco a poco por el transcurso implacable del tiempo y la desaparición casi total de cualquier sistema político y social basado en la utopía de la que un día fueron abanderados.

Mientras me tomo la cerveza y pido un bocadillo, echo mano al bolsillo de mi abrigo y saco las dos fotografías que los nietos, no sin una cierta reticencia ante una petición que les resultaba extravagante, me dejaron en nuestro segundo encuentro, cuando les expliqué que me estaba interesando enormemente la vida de su abuelo, que soy un estudioso de la guerra civil en mi ciudad y que no encontraba, y en eso les tuve que mentir con morbosa intención, documentos gráficos en las hemerotecas, pues sí los hay y bastantes, aunque son instantáneas tomadas en actos y reuniones oficiales de los muchos comités y consejos que se formaron durante la guerra. Observo a un hombre joven de rasgos muy toscos y definidos, ojos pequeños y vivos y nariz de boxeador castigado al final de su carrera que se peina con raya en medio y gomina y luce un afeitado impecable que permite adivinar una barba muy cerrada que ofrecería una sombra azulada si las fotografías fuesen en color. Es un tipo duro que no sonríe jamás, ni en fotografías lo hacía, me dijeron sus herederos al describirlo con evidente apatía y siempre por las escasas referencias, y a través del testimonio de terceros, que les había dado su propia madre, la hija que tuvo Liberto con una compañera de fatigas y a la que se vio obligado a abandonar en la huida, una niña de tres años que creció en el seno de una familia de derrotados, amigos del padre que no pudieron escapar a ningún exilio y que padecieron los excesos y venganzas de la victoria, un castigo añadido al estigma de la pobreza y la marginalidad. Levanto la vista del libro y observo a un hombre que es idéntico a Liberto y que me mira silencioso desde una mesa cercana, pero es un fantasma que rápidamente se desvanece y que huye, porque únicamente está en mi imaginación, agazapado desde hace días, yendo y viniendo como una sombra que me persigue y que se mete en mi cama bien entrada la noche y que ahí seguirá hasta que amanezca.

No deja de sorprenderme la ignorancia de mis clientes sobre las andanzas de este personaje, mostrando incluso un cierto desdén que no quiero interpretar maliciosamente y que achaco al tiempo y la distancia, pero que me choca por su contraste con el interés desmedido con el que yo ando investigando y glosando toda su vida, pugnando por adentrarme en una historia que es suya más que mía, o a lo mejor es de todos, nadie lo sabe, por ser el reflejo de una época que ha ido proyectándose a lo largo de muchos años y que hasta mí y de rebote y gracias a mi profesión ha llegado de manera absolutamente arrolladora, setenta años después, embriagándome de un obsesivo deseo por saber, por conocer e indagar en la vida de alguien, descentrándome de otras cosas, tareas quizá más prosaicas y menos intensas, pero de las que vivo mejor o peor desde hace años. Salgo de la cafetería y me acercó al centro de la ciudad a pasos agigantados para acabar llegando a la plaza donde se ubicaba el antiguo edifico de la telefónica, sabiendo que ese destino lo he querido a conciencia, lo he buscado como lo haría el guionista de una película, siguiendo el ritmo que marcan el libro y su autor y que no es otro que el curso de la historia y la crónica de la guerra, y mientras dejo pasar un taxi tras otro, no tengo prisa y nadie me espera, rememoro los acontecimientos de mayo del treinta y siete, cuando con la inestimable y perversa ayuda de agentes extranjeros las tensiones y odios acumulados entre dos facciones del mismo bando estallaron con furia incontrolada, imponiéndose la guerra sobre la revolución, aunque al final se acabasen perdiendo ambas estrepitosamente.

(Seguirá)


1 comentario:

Mercedes dijo...

Sigue, sigue que va bien