Hoy día son pocos, jóvenes o mayores, los que saben quién fue, y mucho menos cómo vivió y murió, Willi Münzenberg, el rey indiscutible de la agitación y la propaganda. Una pintura, colgada en el vestíbulo de aquel hotel de Baviera en el que la nieve me había retenido, lo representaba en actitud desafiante, pelo alborotado y miranda penetrante, de loco decían algunos, de genio otros, señalando con el índice a un perplejo magistrado que a duras penas podía mantener el orden en la sala, logrando así su objetivo, una inversión de los papeles que regían el proceso, lo que al final desembocaría en lo ya conocido, en aquello que yo había leído en muchos libros que fielmente retrataban al personaje, y que no era otra cosa que una absolución, pues como Willi decía, y parece que ahora estoy oyendo su alegato, su imputación no era más que una absurda prevención que la constitución de Weimar, desacreditada por todos pero todavía vigente, no permitía.
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