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lunes, 6 de septiembre de 2010

La última copa


Cualquier muerte prematura, y mucho más si es consecuencia de un estúpido despiste al volante, tiene un añadido de injusticia, de insoportable e inmerecido castigo. Regresas de vacaciones y un amigo te suelta un ¿no te has enterado de lo de J.? y un escalofrío te recorre el cuerpo, porque esa pregunta que lleva implícita la respuesta es siempre el preludio de lo trágico: es evidente que no te has enterado, pues te has sentado en la terraza donde un J. siempre amable y eficaz atendía las mesas durante los fines de semana y no tienes cara de circunstancias. Tras escuchar la dramática narración de los hechos y recordar que sólo cuatro días antes del fatídico momento J. te servía la última copa, un aire de fracaso lo invade todo y te preguntas con remordimiento qué hacías tú cuando él se metía debajo del tranvía y por qué te pesa tanto y tan imperdonable te parece el retraso de unos pocos días en conocer la triste noticia. En un lugar donde su presencia parece flotar, queda el silencio más terrible y afloran los recuerdos más cercanos, como aquella ruidosa celebración de un Mundial que, mucho antes de su inicio, J. ya decía que íbamos a ganar.

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