Hace ya unos años, y por motivos profesionales, conocí a un chorizo, uno de los auténticos, y con él pude tratar más profundamente que con otros personajes de su gremio; su historia era la clásica, la del que ya apunta maneras desde crío para convertirse en un verdadero amigo de lo ajeno, aunque en su defensa retrospectiva debo decir que que lo suyo era robar con fuerza, sin intimidar o violentar a las personas. Era un tipo gracioso y locuaz, tan simpático como cínico, que entre cerveza y cerveza se vanagloriaba de las innumerables ocasiones en las que había sido detenido sin que hasta ese momento hubiese pisado una cárcel: lo mío, si fracaso, y te aseguro que llevo un buen promedio de éxito, es una noche de calabozo, juzgado y a mi casa. Se reía tanto y tan feliz se mostraba con su relato que no era cuestión de amargarle la existencia con la triste afirmación de que su suerte era la desgracia de la justicia, una cosa tan abstracta y extraña como torpe y lenta, y que algún día todo bajaría, así que seguimos con las cervezas y hablando de fútbol. Mucho tiempo después, cuando ya lo tenía olvidado, me llamó por teléfono desde una prisión y me dijo que sí, que ya había bajado todo, que era mucho, y que le tramitase una refundición de sus condenas para así lograr que el límite máximo de su estancia en prisión fuese el triple de la pena mayor impuesta: me contaba que había echado sus cuentas entre paseos y talleres, fácil era, y que así cumpliría un máximo de seis o siete años, una ridiculez si se sumaban todas sus fechorías. Humanitarismo penal y penitenciario.
Si observo las caras que Otegi ofrece cada vez que ocupa el banquillo, tan sonriente mientras bajan diferentes condenas, suplicando ahora una puesta en libertad por motivos espurios, me acuerdo de aquel tipo, el de la triple, que ahora se gana la vida con una furgoneta, y no porque este valiente gudari termine acogiéndose a un beneficio penal que quizá no le interese, o no sea procedente, ni mucho menos necesario si acaba entrando como moneda de cambio en otro pasteleo negociador que ya asoma en el horizonte, sino porque en su peculiar trayectoria, tremendamente impune hasta hace bien poco, he visto reflejadas las andanzas de aquel maleante que tanto se reía tras abandonar el juzgado de guardia y pagar las cervezas, cuando todo estaba por bajar. La diferencia, y no es baladí, reside en que los crímenes de uno y otro son totalmente diferentes y que mi viejo cliente nunca fue un hombre de paz: tan sólo dio un poco de guerra, la justa.
3 comentarios:
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Si en Expaña entrasen en chirona todos los que lo merecen, habría más gente dentro que fuera. A mi me maravilla la degradación moral en la que hemos caido, quizá porque me crié en un pueblo donde la gente no dormía tranquila si le debía cinco duros a un tendero.
Es indudable la responsabilidad de los poderes políticos y culturales en esta degradación. Al final será lo que tenga que ser, lo normal es que vengan tiempos de mano dura -por lo de la ley del péndulo-.
El caso es que la dictadura de Paco aparece, para el que quiera investigarlo, como una dictadura de cárceles vacías y un número de policías insignificante. La represión tuvo que estar por otro lado, sin duda: tiparracos como Otegi entonces estaban escondidos debajo de las piedras, a lo mejor era el clima de opinión lo que les asfixiaba.
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Es evidente que en este país, y en determinados supuestos, no sale muy caro delinquir.
Sobre lo que venga, pues no lo tengo muy claro, pero no percibo que la política legislativa en materia penal vaya a cambiar mucho, al menos por el camino de la dureza.Hablan mucho, y siempre en caliente, de cadena perpetua revisable: dada su condición natural de manazas y chapuzas, mejor que no lo toquen.
A Otegi le esperarían muchos años de cárcel en un país serio, pero mucho me temo que acabe saliendo prontito; así, y llegado ese día, habrá que acordarse de Mayor Oreja.
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