Dicen que el condenado Roldán se ha licenciado: nada que objetar, y además será de justicia. Si es cierto que la función de las penas es la reinserción del delincuente, voluntarismos y escepticismos al margen, hasta se puede sentir una cierta alegría con su puesta en libertad, pues se han saldado cuentas y no se vislumbra la más mínima posibilidad de que este hombre se meta a atracar ancianas a punta de navaja. Sobre el dinero robado y no recuperado, poco nos importa a muchos, pues de aparecer el botín, formado en su mayor parte por comisiones arrancadas a grandes constructoras, no sólo no íbamos a recibir un euro, sino que esa pasta, como cualquier pieza que se cobra el estado en su insaciable rapiña, acabaría despilfarrada en cualquier zarandaja presuntamente social. Pero es ahora, viendo a este tipo envejecido y afeitado salir con la blanca y un sencillo petate, cuando se aprecia el paso vertiginoso del tiempo y se cae en las garras de la melancolía, de ese estúpido parece que fue ayer que de manera inconsciente obliga a pasar balance, a emitir un rápido diagnóstico que no resulta nada halagüeño: se ha terminado una época que dio mucho juego y que provocó muchas risas, que generó tremendos escándalos y grotescos episodios-qué peliculón la entrega de Roldán-y que parió personajes difícilmente superables. Y es que en algo sí hemos salido perdiendo los españoles con el vuelo de los años y la cosa socialista: este algarrobo juerguista, vividor y putero resulta harto entrañable si se le compara con bibianas, chaconas, pajinas y demás jetas avinagradas con las que hemos tenido la desgracia de iniciar un nuevo siglo. Y es que al final, se quiera o no, se impone el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque fuere por las risas.
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