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martes, 20 de abril de 2010

Rojo y negro


Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal 18/04/2010

La película maldita

Hace dos semanas prometí hablarles de Rojo y negro, una de mis películas españolas favoritas. Así que anoche puse el deuvedé –una copia de relativa calidad, semipirata, que no se encuentra fácilmente– para admirar de nuevo esa historia sombría y dura, hija bastarda del cine franquista, estrenada en 1942, demolida por la crítica oficial y retirada después de sólo tres semanas de cartelera para verse enterrada en el olvido. Hasta que, cincuenta años más tarde, la Filmoteca Española localizó una copia polvorienta en un sótano de Madrid.
Rojo y negro tiene un valor histórico extraordinario. Es la única película sobre la Guerra Civil hecha desde un punto de vista inequívocamente falangista –su director, Carlos Arévalo, lo era–. Y trata de las actividades clandestinas en el Madrid republicano de la contienda. Se trata de una película pionera, pues en ella aparece por primera vez el concepto de resistencia en una ciudad ocupada por el enemigo. Resistencia antimarxista, en este caso; pero no inferior en interés ni en realidad histórica, como señalan lúcidos críticos e historiadores del cine, a la resistencia antifascista que después nutriría innumerables películas francesas, inglesas, norteamericanas, alemanas, rusas o polacas. Insólita en su ejecución, técnicamente osada en algunas escenas –esos planos de la checa de Fomento abierta como el 13 de la Rue del Percebe–, modernísima para su tiempo, cuajada entre el neorrealismo italiano, el cine de vanguardia soviético y simbólicos toques surrealistas, Rojo y negro cuenta la sombría historia de una joven falangista, soberbiamente encarnada por la mítica Conchita Montenegro: un personaje alejado de los arrebatos patrioteros, grandilocuentes e histriónicos habituales en la cinematografía del Régimen. Luisa, la protagonista, es sobria, dura, trágica, cínica, valerosa y desesperanzada. Y con fría decisión desciende a los infiernos. Eso la convierte en una heroína atípica para el cine español de su tiempo, donde lo correcto eran abnegadas madres y esposas que, desde el cristiano hogar, alentasen a los hombres a inmolarse en las diversas Cruzadas habidas o por haber.
Hay otro aspecto crucial, falangismo radical aparte, por el que la película no satisfizo el Régimen. Aparte de su tono seco, nada ampuloso y en absoluto marcial, evita caer en el simplismo estúpido del que ni siquiera se libran las películas que hoy se hacen sobre la Guerra Civil: la exaltación del bando propio y la caricatura del adversario. Sádicos nacionales de gafas oscuras y brillantina en las películas de ahora, y malvados rojos, tabernarios y brutales, en el cine de antes. Inexactos, incompletos y maniqueos, todos ellos. Aquí, sin embargo, los republicanos que encarcelan y fusilan son individuos normales, creíbles, con motivos para hacer lo que hacen. Con toques de humanidad e ideología propia: como cuando el jefe de los milicianos dice que, si hubiera llevado medalla religiosa al cuello, al llegar a la edad de la razón se la habría quitado. O cuando el miliciano violador de Luisa –soberbia escena, resuelta con dos planos del rostro de la Montenegro– actúa bajo el resentimiento de haber sido engañado, y porque está borracho.
Pero aún hay más, en esta película asombrosa y compleja para quien se enfrente a ella con lucidez, sin estereotipos de buenos y malos: la crítica feroz a los contemporizadores, a los que miraban para otro lado. Al egoísmo de la derecha burguesa y capitalista, incluida sin reparos entre los principales responsables del conflicto. Sin olvidar el retrato, atrevidamente surrealista, de una clase política ciega que divide a los españoles, llevándolos a una matanza atribuida con mucha ecuanimidad al «odio y desconocimiento mutuo». Paradójicamente, la derecha conservadora queda peor que el bando contrario: cuando los oradores de izquierdas agitan al pueblo, éste se muestra como pobre, oprimido, inculto y desesperado. Eso enlaza con los personajes y actitudes de los milicianos que aparecerán después. Y si no los justifica, los hace creíbles. Humanos.
Como se decía en otros tiempos, Rojo y negro es una
película para que la disfruten espectadores formados, prevenidos de lo que ven y en qué circunstancias se hizo: capaces de hacer la lectura adecuada, situando en su contexto histórico y social esta narración extraña e inquietante, donde la estremecedora secuencia que precede al final –el actor Ismael Merlo vagando entre los cadáveres de los fusilados en la pradera de San Isidro– nos sumerge, más que ninguna de las muchas películas realizadas sobre aquella tragedia, en la noche oscura de nuestra Guerra Civil.

Tan certero e incorrecto como siempre y más adecuado y oportuno que nunca.

6 comentarios:

Chippewa dijo...

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Me han entrado ganas de verla. don Reinhard, además hace Vd. una crítica muy interesante que descubre lo invisible para el ojo inexperto.

Me ha llegado al alma cuando se refiere a "los que miran para otro lado", es terrible cuando una sociedad se llena de individuos que no quieren ver lo que hay.

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Reinhard dijo...

Debo decirle, Don Chippewa, que toda la crítica de la película es de Pérez-Reverte, cuyo artículo en el XLSemanal del domingo pasado transcribo tal cual, y que vuelve a demostrar la lucidez de su pensamiento. Mía es la última frase...tan certero e incorrecto...nada más.
Y sí, dan ganas de verla, aunque no parece fácil conseguirla: habrá que hurgar en la red.

Reinhard dijo...

Aquí, Don Chippewa, le dejo algo de la película.

tolerancio dijo...

No tenía ni idea de la existencia de esa joya cinematográfica. Y me gustaría verla. ¿No dispondrá usted de una copia?

Reinhard dijo...

Pues no, amigo Tolerancio: ya lo dice Reverte:relativa calidad, semipirata, que no se encuentra fácilmente. No obstante, se intentará.

Alfaraz dijo...

Señores,
con el permiso de Reinhard y si no hay otro inconveniente, podría traer aquí el enlace donde puedo subir una copia de la película; dura una hora y cuarto y tiene 790,9MB.
Lo digo porque probablemente se trate de una ilegalidad, y aunque no me preocuparía mudarme una temporada a Soto del Real, si que me desagradaría compartir celda con el Sr. Garzón.



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