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jueves, 4 de noviembre de 2010

Comer


Dicen que este país está de capa caída, que ya no es lo que era, o como afirman sin rubor los menos optimistas: que estamos a punto de esa nieve que los entendidos llaman intervención y que no es otra cosa que la tutela de incapaces de toda la vida. Mas no lo parece, al menos si atendemos al estómago, un sexto sentido para todo español que se precie.
Desde que los prohombres de la izquierda, antaño austera y solidaria como el jersey de lana de Camacho, descubrieron la deconstrucción de las cocinitas de Adriá mientras buscaban esos vales sindicales que acreditan lo ya sabido, que el dinero público no es de nadie, el comer más o menos bien, abundante y generalmente de gorra campea y vacila como metáfora de una Expaña que se reinventa en los fogones. Así, y sin mucho que celebrar más allá de la gula de los partícipes, los banquetes brillan por doquier, bien en Bruselas con camaradas andaluces en gloriosa mariscada, bien en Madrid con el superministro de interior y los ropones de la cosa terrorista, sin mucho que degustar pero con bastante que pactar.
Y en el silvestre oasis catalán, y con la excusa de las elecciones, todo son multitudinarias butifarradas, costilladas y caracoladas, que sólo la mitad vota, pero todos comen, y mucho, incluido un asceta Montilla que ebrio de alioli y vino peleón sigue prometiendo un salario para la generación ni-ni, ya sea para que al modo keynesiano se fundan los niñatos esa pasta en comida, aunque fuere basura.

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