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martes, 3 de agosto de 2010

Archipiélago

Justo ahora se cumplen dos años de la muerte de Aleksandr Solzhenitsyn; tengo varias ediciones del Archipiélago y esta de más arriba no es precisamente de la mejores, pero le guardo especial cariño, seguramente por el prólogo con el que Raúl del Pozo-qué bien y de qué manera tan certera escribías antes, amigo-obsequia a los lectores. Ahí va, ahí queda como homenaje a las víctimas de aquella maravillosa utopía:


Cuando en el año 1974 se publicó Archipiélago Gulag, los españoles del PCE eran los protagonistas de la Transición, defendían los derechos humanos, la reconciliación, las elecciones libres, la amnistía y la democracia. En toda Europa, los comunistas habían sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que había derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la policía secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fría y a la propaganda imperialista. Pero después de que se publicó Archipiélago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de España, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y lírico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad, Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se veían a sí mismos en la reconstrucción de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos.

Aquí a este lado del telón se defendía la libertad y se pedía la abolición de la pena de muerte, y, al otro lado de la cortina, se conculcaban los derechos humanos. La culpa y la mala conciencia alejaron al placer como principio de la Literatura en este libro largo, estepario, demoledor, sarcástico, sectario, pero justo.

Habían dicho los dirigentes que Solzhenitsyn era un contrarrevolucionario, pero en aquel fresco de horrores, de humillaciones y de crímenes la sangre de la pintura estaba fresca. Los comunistas que se habían dejado la vida en las cárceles y que habían gritado viva la URSS al ser fusilados adivinaron con pasmo que una policía sanguinaria, bajo diversas siglas, había organizado campos de concentración en el paraíso del proletariado.

Aunque Sartre había avisado que el estalinismo era incompatible con el ejercicio honrado del oficio literario y que sin saberlo las mejores mente del mundo habían estado de parte del infierno, de pronto Kafka escribía no una fábula, sino una crónica. Todos los pánicos que profetizó el tuberculoso de Praga se cumplían. Por las páginas heladas del Archipiélago cruzaban caravanas de esclavos, riadas de prisioneros, campos de concentración, trabajos forzados. Por la Lubianka no pasaban sólo los trotskistas y los espías, sino los mejores bolcheviques, los escritores, los comisarios, los maestros, los soldados y los héroes de guerra. Por encima del bozal de nuestra ventana, de las demás celdas de la Lubianka, y de todas las cárceles de Moscú, también nosotros, ex combatientes en el frente contemplábamos el cielo de Moscú, engalanado por los fuegos artificiales y sesgado por los reflactores.

El libro decía con un texto doliente que el estalinismo había sido una inmensa checa que trituró a creyentes, a héroes antifascistas, a obreros de los koljós y a los intelectuales que pensaban por su cuenta. Provocó el fin de la borrachera rusa a aquellos que pensaban que nuestro vino es amargo pero es nuestro.

Los intelectuales comunistas tuvieron la impresión de haber escrito de rodillas, como Fray Anggelico pintaba. El miedo, el instinto de conservación, instinto animal compartido por todos los seres humanos, fue utilizado por unos rufianes de la checa para destruir a la gente obligándola a aceptar compromisos morales menores. Unas veces era colocar un cartel en el escaparate, otras dice Havel firmar una petición denunciando a un colega por hacer algo que al Estado no le gustaba, otras permanecer silencioso cuando un colega era perseguido injustamente. El estalinismo trató de convertir a todos en cómplices morales. Hubo muchos disidentes- Pasternak, Vladimir Bukovski, Sajarov, el propio Havel, antes Trotsky -, pero el disidente por excelencia es Solzhenitsyn, que nos habló de que el comunismo, acelerón en la historia, se había corrompido en la estepa. Unos años más tarde aquel archipiélago se desheló. Murió el comunismo, no nació nada nuevo, volvieron los dioses y los popes, pero los seres humanos nunca podrán olvidar aquel sorprendente país de geografía dispersa como la de un archipiélago y, al mismo tiempo, con una presencia en las mentes compacta como la de un continente, un país casi invisible, poblado de la estirpe de los zeks que afloró después de que Jruschov leyera el Informe Secreto del XX Congreso del PCUS.

Alexandr Solzhenitsyn ha hecho más anticomunistas que toda la CIA. Su libro cambió la vida a mucha gente, al estilo de aquellos libros que llevaron a Santa Teresa o a San Ignacio por el camino de Dios. La fábula tiene una honda raíz religiosa y la escritura es terrible y hermosa.

5 comentarios:

Chippewa dijo...

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No hay quien me quite de la cabeza que no hay nada más distinto a una dictadura que otra dictadura.

Nada más distinto a la dictadura de Batista, con sus putas caras bebiendo champán francés en zapatos de piel de cocodrilo en el Copacabana, que la dictadura de Fidel que ha logrado bajar las tarifas de la prostitución a cotas inimaginables.

Nada más distinto a la dictadura de Paco, que inventó una clase media con Seiscientos y apartamento en la playa, que la dictadura progre que la ha heredado con objeto de esquilmar a esa clase media en beneficio de una casta parasitaria.

Nada más distinto a los Romanov que los zares rojos que los han sustituido. En cualquier fin de semana, la picadora de carne bolchevique mandaba al otro barrio a más desdichados que en cuatro siglos de absolutismo precente.

Es algo que me maravilla, la estupidez congénita de las élites sociales que se meten ellas solas en la boca del lobo, sin ayuda de nadie.

Porque siempre son las élites, los mejores hijos, los mejores estudiantes, los que liquidan a cualquier Sha de Persia, con sus modestos seis mil presos políticos, para colocar a un Jomeini cualquiera que incrementa, de inmediato, esa cifra hasta los seiscientos mil.

Algunas dictaduras deberían llevar tres estrellas rojas de peligro a la hora de la homologación.

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Reinhard dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Reinhard dijo...

Parte de lo que usted comenta está en Archipiélago, cuando Solzhenitsyn cuenta con sarcasmo las infinitas garantías de las que gozaban los disidentes-Stalin,sin ir más lejos- del régimen zarista una vez detenidos, y las compara con las que años más tarde esos mismos disidentes, en aplicación del emblemático art.58, obsequiaron a los contrarrevolucionarios.

Siempre, y la historia sí lo demuestra, las revoluciones traen un régimen mucho peor que el derrocado.

Yeager dijo...

Hermoso prólogo, Don Reinhard.

Me quedo, especialmente, con el último párrafo. Bien cierto es que el ruso es un pueblo tremendamente religioso.

Reinhard dijo...

Conviene recordar cómo molestó a algunos la denuncia de Solzhenitsyn.