Por Tolerancio
Es sabido que el general López de Santa Anna, el mismo que sitió El Álamo y pasó a cuchillo a sus heroicos defensores, mandó enterrar su pierna. Le preparó un solemne funeral de Estado, con toda la pompa inherente a su rango, pues era la pierna de un altivo general, de todo un presidente de la República.
Él, de un bombazo espantoso, también perdió una pierna. A su alrededor había casi un millar de cadáveres… destrozados, con las tripas fuera, desmembrados, otros quemados, humeantes aún, tiroteados, cuerpecitos de niños flotando a la deriva en un inmenso charco de sangre. Pero había salvado la vida. No fue fácil mantener el equilibrio en esa balsa negruzca: perdía el pie y caía, tropezaba con las vísceras, chapoteaba, reptaba entre los muertos. Pero no era uno de ellos, y en el fondo estaba agradecido.
Cuando salió de ese lugar horripilante, dantesco, se giró para contemplar por última vez aquella masacre formidable y arrojó lejos de sí un bulto sucio que traía al hombro y que pesaba como un muerto. Era su pierna… abandonada al fin en medio de aquel gurruño de vidas deshechas. Sin esa carga a cuestas, se sintió más ligero, aliviado, y, renqueante aún, continuó su camino diciéndose: yo no soy uno de ellos. He perdido una pierna, pero aún me queda otra y he de velar por ella.