Ayer, la máxima socialdemócrata, odia el delito y compadece al delincuente, vivió unas horas de gloria. Podemos, un partido que ha venido a regenerar la vida social y política de este país, había colocado de número dos en Castilla y León a un pederasta condenado. Una vez más, la máxima citada triunfaba por todo lo alto, y en esta ocasión con una víctima-esa entelequia para el sistema penal español-menor de edad, y mucho, si bien el agresor también lo era, pero por poco. La redención del delincuente que tanto encandila a los amantes del buenismo, y esta vez de la mano de la política: ¿acaso hay mejor forma de saldar la deuda con la sociedad que servir a la ciudadanía en un parlamento?
El debate estaba servido, porque ya no cabía hablar de imputados o investigados que se parapetan en el colchón de la política, sino de un condenado por sentencia firme, si bien era menor en el momento de cometer el delito, y eso le proporciona un amparo todavía mayor del que pueda gozar cualquier otro reo aparentemente reinsertado. Presumía uno que para el Partido no sería ningún problema y capearían los podemitas el temporal con su cinismo habitual, siendo además notorio que la ortodoxia comunista considera al delincuente una víctima del sistema capitalista, un individuo alienado que se ve obligado a delinquir, aunque sea con tocamientos a una niña de tres o cuatro años. Si bien esa era la teoría, porque luego los delincuentes comunes copaban el Gulag junto a los presos políticos en una comandita que en ocasiones resultaba explosiva.
Pero a las pocas horas de conocerse la noticia, el candidato dimitía para no perjudicar el proyecto que nos tienen reservado, y el Partido zanjaba la cuestión diciendo, cómo no, que todo era mentira, un montaje, y para ello acompañaba una carta de la afectada en la que aseguraba que todo fue falso, una sórdida historia enmarcada en el divorcio de sus padres, progenitores según ella, o el Partido, vaya usted a saber quién ha redactado esa carta. Y pensaba uno, ingenuamente, que el Partido cerraría el asunto con la excusa de la minoría de edad del delincuente, o con que ya hizo en su día una terapia-esa fue la pena-que curó sus perversas adicciones, o que esa sentencia no es pública como las demás, y ya se sabe, mutatis mutandi, lo que no está en los autos no existe. Y por otra parte, y no menos importante, que el reproche moral que conlleva una conducta tan poco edificante como la del candidato no servía: al fin y al cabo, qué es la moral sino una servidumbre burguesa. Pues no, todo es más sencillo porque todo fue una mentira. Acabáramos.